Últimamente da la sensación de que, si no estás haciendo algo “útil” todo el rato, estás perdiendo el tiempo. Te levantas, revisas el correo, piensas en lo que tienes que hacer antes incluso de desayunar, y ya vas tarde. Y lo peor es que lo hemos normalizado.
Pensé mucho tiempo que tenía que ser productiva para ser buena en lo mío. Que si trabajaba más, dormía menos y no paraba todo saldría mejor. Pero ese ritmo solo te deja un gran vacío. No disfrutas de lo que haces, solo intentas tachar cosas de una lista interminable.
Pero no soy la única. A mi alrededor todos corren, cansados, estresados, y dicen que “no tengo tiempo” de nada. Y sí, claro que hay momentos en los que toca apretar, pero convertir eso en una forma de vida tiene consecuencias.
Muchas más de las que nos gusta admitir.
La cultura del “hacer más”
La cultura de la productividad nos ha hecho creer que solo tenemos valor si estamos produciendo algo. Si no estás ocupado, parece que estás perdiendo el tiempo. Y si te atreves a descansar, enseguida llega la culpa: “debería estar aprovechando mejor el día”, “podría adelantar trabajo”, “ya descansaré el fin de semana”. Pero el fin de semana tampoco descansas.
Soraya Sánchez, psicóloga con amplia experiencia, explica que esta mentalidad de autoexigencia constante viene de algo muy profundo: durante siglos se nos enseñó que el valor de una persona estaba ligado a su capacidad de trabajar y rendir. Antes era una cuestión de supervivencia, pero ahora se ha convertido en una obsesión. Según ella, la sociedad actual no necesita jefes que nos exijan más, porque ya lo hacemos nosotros solos. Nos presionamos sin darnos cuenta, intentando alcanzar una versión perfecta de nosotros mismos que no existe.
Tú solito te convences de que deberías hacer más. Incluso cuando estás agotado, te cuesta parar. Te comparas con los demás, miras redes sociales y piensas que todos están consiguiendo cosas increíbles mientras tú vas a medio gas.
Pero la realidad es que casi todos estamos igual de agotados, intentando cumplir expectativas que nadie puede mantener tanto tiempo.
Cuando la productividad se vuelve un problema
Al principio, ser productivo te hace sentir bien. Te da una sensación de control, de estar haciendo lo correcto, pero poco a poco empieza a volverse una trampa. Cuanto más haces, más te exiges. Y cuando no llegas a todo (porque nadie puede llegar a todo), te frustras.
Empiezas a sentir que no estás haciendo suficiente, aunque estés trabajando más horas de las que deberías. Te cuesta disfrutar del descanso porque sientes culpa por no estar “aprovechando” el tiempo. Y esa culpa se acumula hasta que te agota.
El cuerpo también pasa factura. Te levantas cansado, duermes mal, te cuesta concentrarte. Incluso cuando no trabajas, tu cabeza sigue dando vueltas a las tareas pendientes. Es un agotamiento que no se quita con un día libre, porque el problema es físico y mental.
Y ahí es donde empieza el círculo vicioso: te sientes cansado, pero crees que la solución es esforzarte más. Como si trabajar más horas fuera a arreglar el cansancio que precisamente viene de trabajar demasiado.
Soraya Sánchez dice que confundimos productividad con valor personal: creemos que hacer más nos hará sentir mejor, pero en realidad nos desconecta de nosotros mismos.
El agotamiento disfrazado de éxito
Hay algo muy loco en todo esto: puedes estar agotado y, aun así, sentirte culpable por no dar más. Y lo peor es que los demás te aplauden por eso. “Qué responsable eres”, “qué currante”, “qué capacidad tienes para hacerlo todo”. Y tú lo agradeces, claro, porque suena bien… pero en el fondo sabes que no es tan bonito.
Estar todo el día ocupado no es tener éxito, sino “no parar, y tiene un precio. Dejas de disfrutar de lo que haces, dejas de conectar con la gente, incluso te olvidas de qué te gustaba antes de vivir para trabajar.
Esta idea en todas partes: en redes, en las conversaciones, en las empresas… Nos venden la productividad como si fuera una religión, y lo curioso es que nadie te dice que pares. Si dices que estás cansado, te dicen “descansa un poco y sigue”. Pero nadie te pregunta si lo que estás haciendo tiene sentido o si te está haciendo bien.
Y, seamos sinceros, hay momentos en los que te das cuenta de que ni siquiera sabes por qué haces tanto. A veces no es por pasión ni por dinero, sino por miedo. Miedo a no ser suficiente, a quedarte atrás, a decepcionar a alguien o a ti mismo.
Las señales de que ya te pasaste de la raya
Si has llegado al punto en el que descansar te da ansiedad, tienes un problema. El cuerpo y la mente dan señales clarísimas, pero solemos ignorarlas.
Empiezas a notar que te cuesta concentrarte, que cualquier cosa te irrita, que te levantas con la cabeza pesada. No disfrutas de nada, y cada día parece igual al anterior. Incluso cuando estás con amigos, estás pensando en lo que tienes que hacer mañana.
Cuando la productividad se vuelve una obsesión aparecen emociones como la culpa, la ansiedad y el agotamiento emocional. Nos cuesta desconectar, y hasta los ratos libres se llenan de pensamientos tipo “debería estar haciendo algo más”. Es una especie de alerta constante que no te deja disfrutar de nada.
Y eso, con el tiempo, te desconecta de ti: dejas de escucharte, no sabes si algo te gusta o no, solo si es útil o productivo. Esa pérdida de conexión es más grave de lo que parece, porque sin darte cuenta, empiezas a vivir para cumplir con una lista que no tiene fin.
Redefinir la productividad
La idea es aprender a poner límites y entender que ser productivo no es hacerlo todo, sino hacer lo que de verdad importa.
La productividad saludable no tiene que ver con trabajar más horas, sino con saber cuándo parar. Y eso cuesta un montón, sobre todo cuando estás acostumbrado a funcionar a toda velocidad. Pero, poco a poco, se puede aprender.
Algo tan simple como cerrar el portátil a una hora fija puede cambiarte la vida. También dejar de mirar el móvil cada dos minutos o permitirte descansar sin justificarte. No pasa nada por no ser eficiente todo el tiempo. De hecho, descansar te hace pensar mejor y trabajar con más cabeza.
El descanso no es un premio, es una necesidad. Sin descanso no hay creatividad, ni motivación, ni equilibrio. Y, por mucho que creamos que somos máquinas, no lo somos.
No todo tiene que ser un logro
Tenemos tan metido el chip de “rendir” que hasta las cosas que antes eran solo placer ahora tienen que tener un propósito. Si haces deporte, tiene que ser para estar más en forma. Si lees, que sea para aprender algo útil. Si cocinas, que sea para subirlo a redes. Parece que todo tiene que servir para algo.
Pero a veces las cosas no necesitan tener un objetivo. Puedes hacer algo solo porque te apetece, porque te relaja, porque te gusta… y eso también es importante. De hecho, es lo que te mantiene cuerdo cuando todo lo demás va demasiado rápido.
Creo que ahí está la clave: en recordar que la vida no se mide por cuánto produces, sino por cómo te sientes viviendo lo que haces. Y eso, aunque suene simple, se nos olvida constantemente.
Vivir sin tanta prisa
Volver a un ritmo más humano no es fácil, porque el entorno no ayuda. Todo está diseñado para que sigas corriendo: los plazos, las expectativas, la competencia, incluso el miedo a quedarte atrás. Pero, al final, hay que decidir en qué carrera estás y si vale la pena seguirla.
No se trata de renunciar a tus metas, sino de no dejarte la salud en el intento. De permitirte parar sin sentir culpa. De aceptar que hay días en los que no puedes con todo y que eso no te hace menos válido.
Muchas veces creemos que ser más productivos nos hará más libres, pero ocurre justo lo contrario. Nos encadenamos a un ritmo que no nos deja respirar. Y llega un punto en el que, si no paras tú, el cuerpo te para por su cuenta.
Lo que realmente importa
Si algo he aprendido observando todo esto, es que el equilibrio no llega solo. Hay que buscarlo, aunque cueste. No hace falta huir del trabajo ni dejarlo todo para encontrarlo; basta con entender que tu valor no depende de lo que produces.
Está bien tener ambición, querer mejorar, crecer, aprender. Pero también está bien no hacer nada a veces. Está bien descansar, desconectar, aburrirse incluso. No pasa nada. La productividad no debería quitarnos la paz. Si la pierdes, no estás ganando nada.
Al final, lo que cuenta no es cuánto haces, sino cómo te sientes con lo que haces. Y eso solo se consigue cuando paras un momento, respiras y recuerdas que también tienes derecho a vivir, no solo a rendir, y además aprender a disfrutar un poco más cada día, sin culpa, sin prisas.